Sueño que estoy en casa. Veo un fondo opaco y oigo una música conocida. Veo a mi hermana, está triste. Nuestros juguetes, que son los que nos regalaron unos misioneros evangélicos hace algunas navidades, están desparramados por el suelo polvoriento. Es casi mediodía y mamá prepara algo para comer, nuestra primera comida del día. Hace varias semanas que papá no regresa desde que lo llamaron para trabajar en una mina lejana.

El calor insoportable me despierta. Mi frágil cuerpo está sudoroso y adolorido. Estoy recostada en un colchón de paja en el que el dueño del local, una cabaña en medio de La Pampa de Madre de Dios, nos apiña a varias, como si fuéramos sardinas. No podemos quejarnos. A mis trece años me encuentro encerrada en una pesadilla y, por más que lo intente, no tengo salida.

No cambio mi nombre, pues mi identidad ya es bastante falsa. Aquí me llamo Amelia, igual que en casa. Algunas sí lo hacen y eligen un nombre de batalla distinto cada día.

El sol se oculta y es hora de alistarse. Llega una camioneta negra, destartalada y ruidosa, y nos embarcan. Lo hacen más por miedo a que nos escapemos que por necesidad, pues el bar donde trabajamos está a pocos minutos caminando. Llegamos al local y cada una toma su posición. Encienden los televisores, ponen algo de música. Los clientes empiezan a llegar.

Nos obligan a tomar cerveza. Detesto ese sabor amargo que minutos después me hace sentir mareada. La idea es animar así a los clientes: los mineros suelen ser tímidos al comienzo.

Una niña dulce para el cliente, un fajo de billetes para el dueño. Alquilo mi piel y desecho mis sueños. No tengo miedo a morir. Es más, he llegado a pensar que sería, acaso, el único destino menos doloroso.

Pienso en mi familia. Pienso en mi hermana. Me pregunto si estará yendo al colegio ahora que no tiene nadie quien la lleve. Pienso en mi madre, mi pobre madre. Espero, con todas mis fuerzas, que papá aún no haya regresado. Así mi mamá estaría a salvo de las bofetadas que él le propiciaba cuando llegaba borracho a casa. Me pregunto si me buscan, o si ya me dieron por muerta. Al menos me gustaría que sepan que cada vez quedan menos cosas capaces de hacerme daño.

Un cliente me lleva arrastrada hacia un cuarto. Bloqueo mi mente y abrazo las esperanzas de que aquel momento aberrante no me defina. Pero creo que ya es muy tarde.

Alquilo mi piel y, cuando termina, seco las lágrimas de dolor que corren por mis mejillas. Llega la camioneta y nos regresan a la cabaña. Me recuesto sobre el duro colchón de paja y trato de dormir. Pero, mientras lo logro, le contaré a usted, atento lector, para terminar este testimonio, algunos datos sobre la trata de personas: un problema tan doloroso pero tan real, en el que me encuentro inmersa y sin salidas.

Una niña dulce para el cliente, un fajo de billetes para el dueño. Alquilo mi piel y desecho mis sueños. No tengo miedo a morir. Es más, he llegado a pensar que sería, acaso, el único destino menos doloroso.

En primer lugar, el factor más vinculado con la trata de personas es la pobreza. El INEI estima que el 40% de personas pobres en el Perú son niños, niñas y adolescentes menores de 14 años. Muchas veces son nuestras propias familias las que nos vinculan con los tratantes, a cambio de alguna compensación económica. Otras veces, nos secuestran.

Como les conté, nos obligan a tomar cerveza, para animar a los clientes a tomar y, luego, a tener sexo. El principal proveedor de cerveza en La Pampa factura un promedio de 1’250,000 soles al mes. Algunos locales reciben ingresos por venta de cerveza cinco veces mayor a los ingresos por sexo. Sin la venta de cerveza quizá el negocio de trata de personas para explotación sexual se reduciría. Da esperanzas saber que, a raíz de un reportaje transmitido en el programa Beto a Saber, Backus se ha comprometido a fiscalizar sus canales de venta indirecta (como bares), y ha suspendido la venta en La Pampa.

Vivo en una zona donde el Estado no existe. El presupuesto destinado a la lucha contra la trata de personas equivale a 10 céntimos por víctima y representa el 0.0036% del presupuesto total de la nación. No les bastó con mirar con indiferencia la situación precaria en la que viven nuestras familias, otra vez nos tiran la puerta en la cara.

Necesitamos acciones urgentes y se empieza por saber que quitando la vista no se acaba el problema. Es momento de hablar sobre la trata de personas y exigir una mayor y más eficiente presencia del Estado.

*Los datos aquí expuestos fueron tomados del vídeo realizado en el marco de la exposición #ExplotaciónHumana, que estará hasta mediados de noviembre en el Centro Cultural de la Universidad del Pacífico.

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