ANIEGOS Y EMPRESAS ESTATALES

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Cuando despertamos de golpe tras una pesadilla, son placenteros esos segundos en los que liberamos la angustia atrapada en la garganta y notamos que se trataba sólo de un sueño. El domingo pasado, sin embargo, no fue esa la suerte de los vecinos de San Juan de Lurigancho. Para ellos la pesadilla recién empezaba. Según las declaraciones del ministro de Vivienda, Javier Piqué, el número de damnificados asciende a 1918 y se registran 283 viviendas afectadas. Además de las tristísimas pérdidas económicas, hay un riesgo aún mucho más latente: la gran crisis de salubridad que las inundaciones podrían acarrear.

En medio de esta tragedia hay una pregunta que debe ponerse en agenda para su pronta discusión: ¿encargar el servicio público de agua y desagüe a empresas estatales ha resultado beneficioso? Creo que la respuesta es más que evidente. ¿Qué hacer, entonces, para que este servicio sea gestionado de manera más eficiente? Probablemente esa sea, más bien, la pregunta. Ahorremos tiempo, todos sabemos la respuesta: incentivos. Así funciona la economía y, en general, el comportamiento humano: respondemos ante incentivos. Si nos atrevemos a invertir para mejorar cierta situación es porque hay algo que nos mueve a hacerlo. Hablamos de algún beneficio económico, de un beneficio estético o hasta moral. Si supiéramos de antemano que adoptar una dieta saludable y una rutina de ejercicios no nos fuera a otorgar un beneficio estético o para la salud, difícilmente practicaríamos dichos hábitos.

Ahora bien, una empresa que cuenta con el colchón financiero del Estado y que no se esfuerza por conseguir utilidades, ¿qué incentivos puede encontrar? Ninguno. Las empresas estatales, a diferencia de las privadas, no pierden el sueño en pensar cómo hacer para subsistir, cómo hacer para lograr mayor eficiencia, para reducir costos.

Veamos el caso de Sedapal. Durante el 2017 sólo abasteció a los usuarios de agua potable 21,4 horas al día, en promedio; y facturó menos del 75% del agua producida. En provincias los resultados de las diversas compañías estatales proveedoras de agua es mucho más desalentador. Abastecieron a sus usuarios alrededor de 18 horas al día, en promedio; y dejaron de facturar más del 40% del agua que produjeron.

Una opción que se erige ante tal panorama es la privatización. La transferencia de las empresas encargadas de los servicios públicos a capital privado trae un sinfín de ventajas. Podemos fácilmente pensar en algunas: reducción de interferencia política, incentivos para minimizar costos, eliminación de la «captura regulatoria» ―es decir, tener, en una misma persona, a un regulador y prestador―, un manejo financiero más eficaz, y un mejor planeamiento a largo plazo ―que no ocurre cuando los puestos directivos de la empresa son tan volátiles como los ruidos políticos. En resumen, la participación privada supone un enorme potencial para  mejorar la eficiencia en la prestación de los servicios.

El fenómeno privatizador en América Latina inicia, tímidamente, en Chile, en 1974. Sin embargo, es hacia finales de la década de los ochenta cuando empezó a tomar más fuerza. Así, esa nueva tendencia alcanzó a casi todos los sectores de la economía: agricultura, pesca, manufactura, hidrocarburos, minería y servicios públicos. Alrededor de 1500 compañías públicas fueron transferidas a capitales privados en la región.

El Perú de los noventa no podía resistirse aún más a esa tendencia, sobre todo luego de la debacle económica de la década de los ochenta. En 1996 ya teníamos  64 empresas transferidas a capital privado, y para 1998 ya se había transferido cerca de 150 empresas. Se estima que dichas privatizaciones trajeron consigo un beneficio de cerca de US$8900 millones e inversiones por más de US$7000 millones.

No hay duda de que la privatización de los servicios públicos no nos compró un ticket de entrada a un paraíso. Pero creo que no hay punto de comparación con las ineficiencias de otrora de Electro-Lima, Enapu o la Compañía Peruana de Teléfonos, por nombrar algunas.

Entonces, parece que podemos reformar nuestra pregunta inicial. ¿Qué más evidencias necesitamos para una urgente privatización de los servicios de agua y desagüe?

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