Democracia, Crecimiento, y Educación? : Fracaso del Libre Mercado

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Manuel Bryce

Manuel Bryce

Egresado en economía por la Universidad del Pacífico. Candidato a magíster en economía por la Universidad del Pacífico. Actualmente se desempeña como analista de banca de inversión en EFIC Partners. Ha realizado practicas en el área inversiones del IFC del Banco Mundial, y ha practicado en el área de Economía Aplicada en APOYO Consultoría.

Debatir acerca de la desigualdad implica necesariamente cuestionarse los modelos micro-fundados del libre mercado. En una economía en dónde cohabitan dos agentes heterogéneos, cuya única fuente de diferenciación es la facilidad con la cual absorben la educación impartida en clase, un planificador social estaría tentado a destinar todos los recursos de la economía en educar al más capaz. Es muy fácil sustentar este argumento. Sería un desperdicio destinar recursos en un individuo que no los utiliza de forma eficiente. 

Es precisamente en esta paradoja en la cual el libre mercado se subordina a la realidad y carece de todo sentido explicativo. Desde esta óptica capitalista, un mayor nivel de utilidad se lograría mediante la educación de un solo agente, y, en consecuencia, la inmediata redistribución de los bienes para maximizar la utilidad conjunta. Esta solución de maximización matemática del lagrangiano parece no tener cabida en un mundo que pretende ser “desarrollado”, y en donde se ha instaurado un sistema que lejos de pregonar la esclavitud trata de impartir equidad entre individuos. La solución capitalista, que actualmente tiene cabida en múltiples economías e incluso en la nuestra, es una solución sub-óptima si imponemos una única restricción: la democracia. 

En una economía donde teóricamente dos agentes son iguales, pero en la práctica no lo son (habitan en democracia, pero uno es más educado que otro), es inevitable que surjan conflictos de coordinación. Este inconveniente no contemplado por el modelo del planificador social deteriora a las economías por dos vías: i) los agentes no coordinan y, en consecuencia, se fraguan aspiraciones económicas necesarias como la provisión de bienes públicos y, ii) dado que ambos agentes son teóricamente iguales, ambos tienen un voto en toda elección que surja en la esfera pública. Es entonces plausible suponer que, en este pequeño mundo económico, el estimado de presidente electo tenga la mitad de la educación que tiene el agente educado, y bajo estas circunstancias, ni este agente educado estará conforme con las acciones que se ejerzan, ni el agente que carece del mismo grado de instrucción lo estará pues las decisiones que se adopten desde el fisco serán necesariamente sub-óptimas. Por lo tanto, solamente será óptima la decisión de educar al más capaz siempre y cuando este sea quién adopte absolutamente todas las decisiones dentro de la economía.

Es decir, si y sólo si se habita en un escenario aristotélico que conlleve que los hombres no tengan los mismos derechos, entonces existirían seres que son superiores a otros. Claramente, esta no es la civilización en la que estaríamos deseosos de vivir, pues nuestra condición de humano no sería una per se, si no dependería en estricto de esta dotación exógena y arbitraria de educación que se recibiría al nacer. 

En una economía en dónde cohabitan dos agentes heterogéneos, cuya única fuente de diferenciación es la facilidad con la cual absorben la educación impartida en clase, un planificador social estaría tentado a destinar todos los recursos de la economía en educar al más capaz.

Surge entonces el contra argumento típico de un precursor de la educación de libre mercado, quien contempla esta paradoja de forma binaria y cuestiona la redistribución de oportunidades mediante la equitativa distribución de la educación planteándose la siguiente interrogante: ¿Qué es mejor, que un agente económico sea educado y que el otro no, o que ambos reciban tal cuantía de educación equivalente pero que no lleguen a tal umbral para siquiera ser considerados educados? 

La opción a) que un agente sea más educado que el otro es el resultado no fortuito (como se ha discutido) del libre mercado, de la privatización de la educación, y de la privatización de las oportunidades. La opción b) es un caso en el cual en el momento T, la educación de ambos agentes no supera un umbral deseado, y por lo tanto en ese mismo periodo ambos carecen de las herramientas necesarias para construir una sociedad deseable.  

Si el mundo tuviera tan sólo un periodo, uno estaría tentado a inclinarse por la opción a) y “salvar” aunque sea a un agente de la ignorancia. Sin embargo, en la opción b) ambos tendrían mayores incentivos para destinar recursos a mejorar las instituciones sociales por tres motivos i) existe la posibilidad de coordinación dado que ambos tienen un nivel símil de educación, ii) tienen similares necesidades, y necesidades intrínsecas de superación, y iii) de no hacerlo perecerían en un contexto de estancamiento, el cuál es sub-óptimo si esperan vivir más de un periodo, y el cual es además sub-óptimo siempre y cuando incorporen en sus respectivas funciones de utilidad la utilidad de sus hijos, y en menor medida, la utilidad de los hijos de sus hijos, y así de manera sucesiva. 

Además, es importante recordar que, si bien la educación es un bien rival y excluible y por ello fuente de tanto debate, es un recurso no perecible. La probabilidad de superar el umbral educativo tenderá a incrementarse al término de cada periodo hasta volverse uno en alguno en particular. Es en ese preciso momento en el cuál la privatización desmedida, y la economía sin regulación alguna será percibida cómo degenerativa incluso para un agente que adopta decisiones de forma miope. 

En conclusión: para vivir en democracia es necesaria la regulación de la provisión de educación.

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