
Hace algunas horas llegué a Lima después de unos días de vacaciones familiares en México. Mi llegada estuvo acompañada por una profunda tristeza que hasta ahora imprime su lúgubre tono en mi alma y la confundo con la melancolía del fin de las vacaciones. Lima me parece más oscura de lo habitual, siento un frío descomunal, tengo la mirada perdida y el desgano habita mi cuerpo. Sin embargo, luego de un momento en redes sociales, logro identificar la raíz de mi sentir: ¡todo está hecho un desastre!
Eso que confundí con melancolía es, en realidad, algo muy parecido a lo que deben sentir los que se ahogan. La desesperación de no poder respirar está también presente en mí. La impotencia de no poder hacer nada al respecto y el pensar en que, quizá, nunca nadie podrá hacer nada al respecto, agravan mi situación. Nunca fui aficionado a la incertidumbre y hoy no hay palabra que resuma mejor nuestro panorama. Y creo que es un sentir que comparto con un gran número de peruanos a quienes la euforia futbolística por haber llegado luego de 36 años a un mundial nos colocó en lo más alto de una feliz algarabía colectiva y ahora nos estrellamos contra el suelo helado.
Pienso en que la idea central del capítulo introductorio del libro Ciudadanos sin república del profesor Alberto Vergara tiene hoy más vigencia que nunca. Y es que el panorama actual es prueba viva del olvido de la promesa republicana.
Vergara nos recuerda los rasgos distintivos de la República, explicada como «la libertad por la vía del autogobierno», e identifica tres elementos centrales. En primer lugar, «un orden fundado en la igualdad de los ciudadanos». Hace referencia, aquí, al mandato consagrado en el inciso segundo del artículo segundo de nuestra Constitución: la igualdad ante la ley. Evoca el famoso l’égalité des conditions de Tocqueville, y contiene un deber tan básico― pero tan olvidado― del Estado: el vernos a todos los ciudadanos como justamente eso: ciudadanos iguales. También recuerda la máxima de los liberales franceses, quienes sentenciaban que sin igualdad es imposible ejercer la libertad.
En segundo lugar, «el orden republicano es uno comandado por la ley y por unas instituciones legítimas». Y, en el Perú, ¡qué tan alejados andamos de ello! Gonzalo Portocarrero afirmaba, en un reciente artículo publicado en El Comercio, que en nuestro país prima una normatividad mucho más fuerte y definitiva que la formal. Se trata de una normativa que coloca al interés particular por encima del general, que permite que las sentencias del Poder Judicial sean negociadas, sirviendo a intereses privados, que miembros de una banda delincuencial con fachada de partido político gocen de un curioso blindaje. Y que también se evidencia en niveles mucho más cotidianos como las coimas al policía de tránsito o a la autoridad administrativa. En el Perú, crear ministerios y entidades burocráticas pareciera ser deporte nacional, sin embargo, de nada sirve si nuestra institucionalidad es sólo de papel. Más bien, así las cosas, un Estado tan extenso en papel es una oportunidad que ofrece todas las condiciones favorables para la corrupción. Hoy, pues, no hay razones para no sospechar que ese cáncer ya hizo metástasis en todos los niveles del Estado.
Por último, dice Vergara, «la República sana requiere confianza entre los ciudadanos y entre los grupos de ciudadanos» y, por consiguiente, confianza hacia nuestras autoridades. ¿Cómo podemos, entonces, hablar de República si la aprobación de la ciudadanía hacia el Congreso es ―y no sin razón― tan paupérrima? ¿Cómo podemos hablar de República si nuestra clase política ostenta una credibilidad tan mermada? ¿Cómo podemos hablar de República si tenemos un sistema de justicia tan corrupto? ¿Cómo podemos hablar de República si para cierto partido político el Perú no es más que su chacra?
Por largo tiempo priorizamos el crecimiento por sobre la construcción de un Estado de Derecho sólido (como si fueran acaso excluyentes entre sí) y ahora lamentamos los resultados.
Los audios que han ido saliendo a la luz en los últimos días revelan una suerte de aterrador sprit de corps tejido en el establishment peruano. La naturalidad con la que los actores hasta ahora involucrados hablan sobre prestarse favores, negociar sentencias, etc., genera un asco inconmensurable. No obstante, creo que no puede resultarnos sorpresivo. Como se diría popularmente, todo esto estaba cantado. Sucede que anduvimos adormecidos por los esteroides del crecimiento económico, pero, ¿cómo podíamos imaginar un crecimiento sostenible sin instituciones? Resuenan ahora las afirmaciones de Alfredo Torres sobre la paradoja del crecimiento infeliz. Por largo tiempo priorizamos el crecimiento por sobre la construcción de un Estado de Derecho sólido (como si fueran acaso excluyentes entre sí) y ahora lamentamos los resultados.
Como canta Joaquín Sabina, parecemos estar en una sala de espera sin esperanzas. Sin embargo, creo que podemos sacar algunas valiosas lecciones. En primer lugar, debemos notar que el retiro de autoridades involucradas en el escándalo de los audios no es más que cirugías estéticas para un problema estructural. En segundo lugar, de nada servirá una reforma normativa si ésta no es impulsada por una reforma política. Hablamos aquí de emprender un proyecto político que vuelva a priorizar la solidificación del Estado de Derecho y la construcción de verdaderas instituciones con reglas claras. Es decir, la preocupación por la normativa no debe ser un parche al que recurramos luego de una crisis, sino que debe convertirse en nuestro status quo. Emprender dicho proyecto será, en definitiva, una tarea ardua ―para llegar a esa conclusión basta con revisar nuestra historia política reciente y notar cómo los reformistas de campaña terminaron cediendo ante el temible establishment luego de haber llegado al poder. Finalmente, y en suma, debemos retomar el camino de la promesa republicana.
Nuestro expresidente Humala comparó la labor de gobernante con «un barco que sale a altamar». Ahora nuestro barco atraviesa, sin brújula, una gran tormenta. Sin embargo, creo que los peruanos somos navegantes experimentados y podremos, luego de la tormenta, encontrar un océano en calma. Pero, para ello, deberemos tomar, como lo saben los buenos navegantes, medidas drásticas.